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Hacia la construcción de la neurodisidencia: afirmación, identidad y resistencia*

Por Larissa Guerrero, Ph. D.



Neurodisidencia es un concepto en construcción que surge como una necesidad de reivindicación y respuesta crítica desde las experiencias y vivencias de personas neurodivergentes, quienes cuestionamos las formas en que nuestras existencias son definidas y reguladas dentro de las estructuras sociales, familiares, médicas y culturales que intentan imponer una interpretación sobre nuestros neurotipos y experiencia de vida. A diferencia de enfoques patologizantes orientados a la integración de las personas neurodivergentes en estructuras sociales, educativas, laborales y médicas que definen la normalidad y funcionalidad desde posiciones de poder y parámetros de estandarización y normalidad preexistentes, la neurodisidencia cuestiona la legitimidad de dichos marcos y reivindica formas de existencia que no dependen de la conformidad con la neuronormatividad. La neurodisidencia plantea una revisión crítica y analítica de los paradigmas que determinan qué formas de subjetividad son consideradas legítimas o válidas. Este término introduce una dimensión que examina las dinámicas de opresión implicadas en la construcción de la normatividad y las desafía al tomar distancia de las narrativas que nos marginan, al defender una nueva narrativa en orden a nuestra propia experiencia y validación en el mundo.


El desarrollo y consolidación de este concepto deberá responder a la necesidad de articular un lenguaje que no solo visibilice la diferencia, sino que permita elaborar una respuesta frente a los procesos y discursos de patologización que afectan a todas las formas diferentes de funcionamiento mental, cognitivo, sensorial y emocional. En un contexto donde las categorías diagnósticas operan como herramientas para definir los límites de lo sano y lo “disfuncional”, la neurodisidencia deberá posicionarse como una forma de expresión legitima de las identidades reales que sustentamos como encarnaciones con neurotipos divergentes, capaz de desarticular los consensos y la performatividad negativa que reproducen y perpetúan la exclusión, discriminación, opresión, segregación, capacitismo y marginalización.


La neurodisidencia se define como la afirmación de una identidad neurodivergente en un marco de neuroafirmación y neurovalidación, que disiente de los paradigmas dominantes que regulan la salud mental, la salud emocional, el bienser, el bienestar y la subjetividad, tales como los modelos neurológicos, psiquiátricos y psicológicos que patologizan la diferencia neurobiológica, enfoques terapéuticos que buscan la normalización de conductas, y discursos sociales que asocian el valor de la persona con su capacidad de ajustarse a estándares neurotípicos de productividad, independencia y “funcionalidad”. Este término implica una posición crítica, activa y autodefensora frente a las estructuras sociales, familiares, políticas, médicas, psicológicas, culturales y epistemológicas que determinan qué experiencias cognitivas, sensoriales, emocionales, mentales y existenciales son consideradas legítimas y cuales patológicas.


A diferencia de la neurodiversidad, que se centra en reconocer y celebrar la variabilidad neurobiológica como parte de la condición humana, fomentando el activismo, la autodefensa y el desarrollo de marcos éticos que promuevan la aceptación, la accesibilidad y la inclusión, la neurodisidencia introduce una postura de ruptura y resistencia que cuestiona directamente las estructuras que sostienen la neuronormatividad. Mientras la neurodiversidad busca ampliar el reconocimiento y la validación de las experiencias neurodivergentes dentro de los marcos sociales existentes, la neurodisidencia plantea que dichos marcos, incluso cuando se amplían, continúan reproduciendo dinámicas de opresión, exclusión y patologización. La neurodisidencia aboga por la neuroafirmación y neurovalidación al igual que la neurodiversidad, pero además busca desmantelar las bases sobre las que se construye la idea de normalidad, tipicidad y sanidad desafiando activamente las categorías que definen qué subjetividades son legítimas o válidas.


La neurodiversidad trabaja dentro de los sistemas existentes para ampliar los límites de lo normativo, mientras que la neurodisidencia confronta directamente las estructuras que regulan y patologizan la experiencia neurodivergente, desafiando no solo las prácticas capacitistas, sino los marcos y estructuras que las hacen posible. Esta resistencia no se limita a cuestionar la patologización de las diferencias, sino que analiza las bases filosóficas, epistemológicas, sociales, éticas y políticas que sustentan los sistemas de poder, clasificación y diagnósticos. La neurodisidencia, por tanto, rechaza la etiqueta de “funcionalidad” y “normalidad” e impugna la legitimidad de los discursos, formas, normas y prácticas que sustentan esas categorías, así como de las instituciones y creencias estigmatizantes y opresoras. Es decir, confronta y desmantela el entramado sociocultural compuesto por lógicas médicas, modelos económicos, utilitaristas y expectativas sociales que imponen parámetros de normalidad, que tienen una concepción de utilidad y medio del ser humano, en lugar de comprenderlo como un fin en sí mismo y una novedad en el mundo.


El sujeto neurodisidente no busca integrarse en las estructuras normativas mediante procesos de adaptación, sino que reivindica su diferencia como una forma legítima de existencia. En lugar de ajustarse a las expectativas neurotípicas que rigen las instituciones sociales, familiares, educativas y laborales, el sujeto neurodisidente reclama la transformación contundente de los entornos y marcos relacionales neuronormatizados, desafiando las condiciones que fomentan el capacitismo.


La neurodisidencia también se articula como una herramienta crítica que, además de cuestionar la patologización, permite visibilizar las dinámicas de poder que operan en la construcción de la discapacidad psicosocial. Al desplazar la responsabilidad del individuo hacia los sistemas y contextos sociales, este concepto contribuye a redefinir la relación entre neurodivergencia y discapacidad, situando el foco en las barreras estructurales que generan sufrimiento y limitación. La noción de neurodisidencia adquiere un valor científico y filosófico al desvelar las estructuras de poder subyacentes en los modelos tradicionales de salud mental y en la construcción social de la normalidad. Desde una perspectiva crítica, este concepto cuestiona la tendencia a trasladar la responsabilidad del “cambio” exclusivamente a la persona neurodivergente, señalando la necesidad de reformular los entornos sociales, familiares, educativos y laborales para que dejen de operar como espacios excluyentes.


Es así como, la neurodisidencia se articula con el modelo enactivo de la discapacidad, el cual establece que las dificultades y limitaciones no son meramente el resultado de barreras externas, sino que emergen en la interacción dinámica entre el sujeto y su entorno. Desde esta perspectiva, la discapacidad psicosocial no se entiende como una característica fija del sujeto ni como una simple consecuencia de un entorno opresivo, sino como una experiencia co-construida y dinámica que surge en el acto mismo de participar en el mundo.


A diferencia del modelo social, que sitúa el origen de la discapacidad en las barreras impuestas por las organizaciones socioeconómicas, médicas, psicológicas y culturales, el modelo enactivo considera que la discapacidad se produce y se transforma constantemente a través de la relación mutua entre el sujeto neurodisidente y un entorno que no responde a sus formas de ser, actuar, comprender, integrar o percibir. La discapacidad psicosocial, desde esta óptica, no emana de deficiencias intrínsecas ni únicamente de factores externos, sino del desajuste que se genera en la interacción continua entre las competencias y necesidades de la persona y las estructuras que configuran su participación y existencia en la sociedad.

 

Asimismo, la relevancia filosófica de la neurodisidencia radica en su potencial para expandir el marco de la justicia social y justicia epistémica: trasciende la mera “tolerancia” de la diversidad neurobiológica y exige su legitimación como parte integral de la experiencia humana. Este enfoque invita a reflexionar críticamente sobre las categorías de “déficit”, “anormalidad” y “desviación” que, al ser naturalizadas, sostienen jerarquías y estigmas. En consecuencia, la neurodisidencia contribuye a la comprensión de la neurodiversidad e impulsa una transformación estructural hacia la equidad, reconociendo la multiplicidad de expresiones y modos de ser como elementos constitutivos de la sociedad.


Fundamentos filosóficos


La disidencia, en términos filosóficos, se refiere a la afirmación de una existencia que se aparta de las normas establecidas, sosteniendo su validez sin depender de las estructuras que definen la normalidad y la “funcionalidad”. Es un posicionamiento que genera espacios propios, donde la subjetividad se construye con verdadera agencia y autonomía frente a los marcos sociales, médicos, psicológicos y culturales.

La neurodisidencia sigue esta lógica. Se plantea como una afirmación de las experiencias enactivas neurodivergentes, donde las personas decidimos no someter nuestra existencia a procesos de adaptación, normalización o integración. A través de la neurodisidencia, como neurodivergentes nos situamos como agentes que definimos nuestras vidas sin intermediarios ni narrativas ni categorías impuestas desde sistemas externos, ajenos a la experiencia neurodisidente. La neurodisidencia no se formula desde la expectativa de ser aceptada o validada por estructuras externas, sino desde el Derecho fundamental a existir plenamente desde una encarnación (embodiment) desde la diferencia. Su construcción filosófica parte de la capacidad de autodefinición, donde las formas de ser y percibir el mundo se sostienen sin depender de interpretaciones o ajustes neurotípicos.


El fundamento ontológico de la neurodisidencia se articula a partir de la existencia de la persona neurodivergente, es decir una persona encarnada con un neurotipo que difiere de lo considerado típico o estándar, como un ser cuya experiencia cuestiona y confronta los marcos que buscan definir, clasificar o regular la subjetividad. La disidencia se manifiesta como la afirmación concreta de una existencia que rechaza las estructuras que imponen ideales de normalidad, productividad o adecuación. Esta existencia revela las limitaciones de los sistemas que intentan reducir la diversidad de experiencias a categorías predefinidas, al tiempo que afirma modos de ser que amplían el horizonte de lo posible fuera de los parámetros normativos. La neurodisidencia se sostiene en la vivencia directa del sujeto neurodivergente, cuya forma de habitar el mundo constituye una afirmación ontológica en sí misma, generando espacios de significado que emergen desde la autovalidación y el reconocimiento interno.


Más que una reacción a la exclusión, la neurodisidencia es una forma activa de existir que no busca encajar en los marcos neuronormativos, sino transformar los entornos a través de la presencia misma de subjetividades divergentes. Esta forma de habitar el mundo no depende de la aprobación externa de estructuras opresivas, sino que configura nuevas narrativas donde la diversidad neurológica se constituye como fundamento de identidad y agencia. El acto ontológico que define la disidencia radica en la reapropiación de la existencia y la identidad, donde el ser neurodivergente se posiciona desde su propia experiencia, sin supeditarse a las lógicas que buscan corregir o adaptar su diferencia. La neurodisidencia no se establece como una identidad fija o definitiva, sino como un proceso continuo de afirmación que resiste las formas de control que intentan imponerle un sentido ajeno.


Así, el fundamento ontológico de la neurodisidencia emerge de la capacidad de la persona neurodivergente para habitar su ser desde la disconformidad, la afirmación de su diferencia y la creación de nuevas formas de subjetividad, interacción, participación y presencia. La existencia neurodisidente no se define en función de lo neurotípico, sino desde la propia experiencia y persistencia, así como espacios de sentido y crecimiento al margen de las categorías que buscan encasillarnos.


Desde una perspectiva ontológica, afirmar la existencia neurodisidente implica reconocerla como una manifestación completa del ser, cuya validez no está determinada por su cercanía o distancia respecto a un ideal de desarrollo o “funcionalidad”. La experiencia neurodisidente no se inscribe en una narrativa de carencia o progreso, sino que se configura como una forma de habitar el mundo que posee dignidad, singularidad, consistencia y legitimidad en sí misma.


La neurodisidencia plantea que las formas de percibir, integrar, interpretar, procesar y responder a la realidad emergen desde una subjetividad propia, que no deriva de la desviación respecto a un modelo dominante, sino que se establece como una existencia que genera sus propios sentidos, ritmos, formas y modos de relación y habitación con el entorno. Esta subjetividad no solicita reconocimiento desde categorías preexistentes, sino que se afirma como una expresión irreductible del ser que no necesita ser medida o contrastada con parámetros neurotípicos.


La irreductibilidad del ser implica que la existencia de las personas neurodivergentes no puede fragmentarse, explicarse ni reducirse a categorías externas que buscan definirla a partir de parámetros normativos. Ontológicamente, esta irreductibilidad afirma que el ser no puede ser interpretado o medido en función de su cercanía o lejanía con respecto a lo neurotípico o la “normalidad” ya que no existe una forma “ideal” de ser que sirva como referencia universal, lo que existen son personas dentro de un espectro humano, si bien pertenecientes a una misma naturaleza, también cada una es una singularidad irrepetible.


A nivel del ser personal, la irreductibilidad representa la afirmación de una existencia que no necesita comparación para validarse. Es el reconocimiento de que la experiencia neurodisidente no es una variación incompleta de la humanidad, sino una forma plena de ser que se despliega desde su propia autenticidad y complejidad. Esta afirmación rechaza la idea de que las personas neurodivergentes necesitamos ser explicadas, normalizadas o encajadas dentro de marcos diagnósticos o pedagógicos que tratan de “hacer inteligible” nuestra existencia. Ser irreductible significa que el valor de una persona no se condiciona a su capacidad de adaptarse a los estándares neurotípicos o a su nivel de “funcionalidad” dentro de la sociedad. El ser neurodisidente, al asumirse como irreductible, rompe con la necesidad de traducir sus experiencias a términos ajenos, permitiendo que su identidad se afirme sin mediación externa.


Ontológicamente, esta irreductibilidad también implica que el ser humano no puede ser reducido a su rendimiento, a su capacidad de producir o de encajar en sistemas predefinidos, porque el ser humano, la persona es un fin en sí mismo. La neurodisidencia, al afirmar esta irreductibilidad, desplaza el foco desde el ajuste y la adaptación hacia la legitimidad intrínseca de cada existencia, reconociendo que el ser se manifiesta de formas múltiples y que ninguna de ellas es subsidiaria de otra.


En el plano personal, reconocer la propia irreductibilidad permite desmantelar las narrativas capacitistas internalizadas que llevan a las personas neurodivergentes a percibirse como deficientes o incompletas. Este reconocimiento no solo ofrece una nueva forma de habitar el mundo, sino que abre la posibilidad de existir desde una autocomprensión que no depende del juicio o la aceptación externa. La irreductibilidad, por tanto, no es simplemente una postura filosófica, sino una reivindicación del Derecho fundamental a existir plenamente, al margen de las categorías que buscan delimitar y reducir la diversidad humana a términos de normalidad o desviación. Afirmarla implica recuperar el poder sobre la propia identidad y establecer un vínculo con el mundo desde la autonomía y la autenticidad, no desde la necesidad de aceptación.


A través de esta afirmación, la neurodisidencia desplaza la idea de que la existencia neurodivergente debe ser completada o ajustada, proponiendo que la diversidad de formas de ser y experimentar el mundo constituye un campo legítimo de subjetividades que se sostienen desde su propia experiencia. Lo que emerge no es una variación respecto a un centro, sino la expresión plena de una identidad que se desarrolla sin depender de marcos de comparación externos.


La neurodisidencia se inscribe en una corriente de pensamiento que rechaza las jerarquías ontológicas que ordenan la existencia en función de criterios de productividad, eficiencia o adecuación a estándares funcionales. Este enfoque parte de la crítica a las categorías que definen lo que es considerado legítimo dentro de un sistema que mide el valor de las personas en términos de utilidad, eficiencia, productividad y conformidad con normas sociales. La noción de normalidad, lejos de ser un reflejo de la naturaleza humana, se revela como una construcción histórica y cultural destinada a regular, oprimir y limitar las formas de ser y experimentar el mundo.


La neurodisidencia amplifica esta crítica al trasladarla al ámbito de la subjetividad neurodivergente, evidenciando que los discursos que buscan patologizar o corregir la diferencia no se basan en criterios objetivos de bienestar o salud, sino en dinámicas de poder que establecen qué existencias son reconocidas y cuáles son marginadas. Al situarse fuera de estos marcos, la neurodisidencia expone las estructuras que perpetúan la exclusión de aquellas subjetividades que no se alinean con los ideales neurotípicos, abriendo paso a nuevas formas de habitar la diferencia sin someterla a procesos de ajuste o domesticación.


En términos existenciales, la afirmación ontológica de la neurodisidencia implica reclamar el derecho a existir desde la diferencia, sin someterse a interpretaciones que reduzcan esa experiencia a estados de déficit o anomalía. Esta afirmación no busca integrarse a los sistemas que sitúan a las personas neurodivergentes en constante tránsito hacia la normalidad, sino que propone una existencia que se afirma desde su propia configuración y se niega a ser traducida o reformulada bajo parámetros externos. Desde esta perspectiva, la neurodisidencia cuestiona los enfoques terapéuticos que, aún con intenciones inclusivas, parten de la premisa de que las formas neurodivergentes deben adaptarse o enmascarar para alcanzar un estado de funcionalidad aceptable. La afirmación de la existencia neurodivergente desplaza el foco del individuo hacia el entorno, señalando que las barreras no se encuentran en la persona, sino en las estructuras que imponen límites a la diversidad neurológica y no ofrecen las acomodaciones necesarias.


Este posicionamiento no ignora las dificultades reales que enfrentan las personas neurodivergentes, pero reconoce estas dificultades como el resultado de entornos hostiles y abusivos, y no como una consecuencia inherente a la diferencia. La neurodisidencia sostiene que las experiencias de sufrimiento, exclusión o incomprensión surgen del choque constante con sistemas que invalidan ciertas formas de ser y percibir el mundo, y no de una incapacidad intrínseca del sujeto neurodivergente. Al afirmar la existencia en sus propios términos, la neurodisidencia no solo visibiliza nuevas formas de subjetividad, sino que reclama un espacio legítimo de existencia y participación en el mundo. Esta postura subvierte las jerarquías que históricamente han regulado la subjetividad y genera nuevas posibilidades de relación con uno mismo, con otros y con el entorno, donde la diferencia no solo se tolera, sino que se reconoce como parte esencial de la diversidad humana.


La subjetividad neurodisidente se constituye a partir de la confrontación con discursos y estructuras que invalidan o reinterpretan la experiencia interna bajo categorías ajenas a quienes la viven. Este proceso no responde a una elaboración abstracta, sino a la vivencia cotidiana de ser percibido a través de diagnósticos, etiquetas o explicaciones que fragmentan la identidad y despojan de agencia a la persona disidente. El desarrollo de esta subjetividad implica lidiar con un entorno donde las formas de pensar, sentir y percibir son constantemente cuestionadas o corregidas, generando una experiencia de desajuste que obliga a redefinir la propia identidad en términos que muchas veces no coinciden con los parámetros sociales disponibles. Esta falta de correspondencia genera tensiones entre la experiencia personal y las narrativas externas que buscan explicarla, condicionarla o moldearla hacia modelos considerados aceptables.


En este contexto, la subjetividad neurodisidente no se desarrolla en aislamiento, sino en constante fricción con sistemas que imponen expectativas sobre cómo debe organizarse la vida mental y emocional. El reconocimiento, afirmación y la autovalidación no surgen como aspiraciones abstractas, sino como necesidades concretas para sostener una identidad que pueda consolidarse sin ser continuamente descartada, invalidada o reinterpretada por otros. La neurodisidencia, desde esta perspectiva, no plantea una existencia al margen de la sociedad, sino una que exige participar en ella sin perder su singularidad.


Este proceso implica resistir los intentos de normalización que buscan armonizar la subjetividad con un modelo dominante, pero también reclamar el derecho a ser escuchado y reconocido sin que esta diferencia sea reducida a términos de déficit, anomalía o alteración. La subjetividad disidente se construye en el equilibrio constante entre la autoafirmación, lucha y la negociación con un entorno que a menudo es incapaz de acoger plenamente la diversidad en los modos de ser y percibir el mundo. La experiencia de habitar una subjetividad neurodisidente implica enfrentar estructuras de control que operan a nivel educativo, clínico, laboral y social, limitando el Derecho a construir una identidad fuera de los márgenes de lo considerado funcional o adecuado. La subjetividad neurodisidente, en este contexto, no solo debe sostenerse en su propia experiencia, sino resistir y enfrentar la continua presión de los sistemas que buscan imponer coherencia bajo términos ajenos.


El desarrollo de esta subjetividad bajo la opresión no conduce a una existencia marginal o pasiva, sino a la configuración de un espacio interno donde se articula una resistencia activa frente a los discursos que pretenden invalidarla. La autoafirmación de la subjetividad disidente se convierte en un acto de desafío constante, donde el derecho a habitar el mundo sin ser reducido a términos capacitistas no es una concesión, sino una exigencia legítima. Sin embargo, no niega de forma absoluta ni práctica la necesidad de validación externa, ya que la subjetividad no se constituye únicamente en el plano individual, sino en relación con otros.


La subjetividad disidente busca reconocimiento no desde la adaptación o asimilación, sino desde la afirmación de su propia realidad como una expresión válida de la existencia humana. Así, la subjetividad neurodisidente se construye en el cruce entre la experiencia interna y las estructuras opresivas que intentan moldearla, dando lugar a una identidad que desafía las narrativas capacitistas y reclama espacios donde pueda existir sin ser condicionada por la normalización.

 

Asimismo, la reciprocidad dialéctica dentro de la neurodisidencia se fundamenta en la idea de que las relaciones entre la persona disidente y su entorno no son unilaterales, sino procesos dinámicos de intercambio que producen transformaciones en ambas direcciones. Este intercambio, sin embargo, se desarrolla en condiciones de asimetría estructural, donde los marcos sociales y culturales tienden a imponer estándares de interacción, comunicación y validación que reflejan las experiencias de las mayorías neurotípicas.


La reciprocidad dialéctica no implica una aceptación pasiva de las condiciones impuestas, sino un proceso activo de reconfiguración de los espacios relacionales, en el que la existencia neurodisidente cuestiona y altera los términos bajo los cuales ocurre la interacción. A diferencia de las narrativas de adaptación, donde se espera que la persona disidente ajuste su modo de ser para integrarse, la reciprocidad dialéctica plantea que el entorno también debe transformarse para hacer posible una relación que no implique asimilación ni pérdida de identidad.


Este proceso no ocurre en abstracto, sino que se manifiesta en las prácticas diarias, en las negociaciones constantes por ser escuchado, comprendido y aceptado en espacios donde la norma dicta otros modos de estar y percibir. La presencia neurodisidente, al introducir formas de comunicación, procesamiento y relación que divergen de lo establecido, expone las limitaciones de los marcos sociales y obliga a una revisión crítica de las estructuras que definen qué interacciones son legítimas y cuáles se consideran disfuncionales o inadecuadas.


La reciprocidad dialéctica no se limita a una transformación superficial de los espacios, sino que desmantela los patrones de poder que estructuran las relaciones, desplazando la carga de cambio desde la persona disidente hacia el tejido social que la rodea. Esto implica que la existencia neurodisidente no se justifica por su capacidad de adaptarse, sino por su papel activo en la redefinición de los términos bajo los cuales ocurre la convivencia. En este sentido, la reciprocidad no es sinónimo de igualdad, sino una herramienta para redistribuir el poder relacional, permitiendo que las voces y experiencias neurodisidentes no sean absorbidas dentro de las dinámicas mayoritarias, sino que coexistan con ellas, generando fricciones que den lugar a nuevas formas de relación. La existencia disidente actúa, por tanto, como un factor de desestabilización que expone las contradicciones y exclusiones sobre las que se han construido las normas sociales.


A nivel práctico, esta reciprocidad se refleja en la creación de espacios donde las diferencias no solo son reconocidas, sino que reconfiguran el sentido mismo de comunidad y pertenencia. La interacción dialéctica no conduce a una armonización entre lo neurodisidente y lo neurotípico, sino a la apertura de zonas intermedias donde ambas formas de ser puedan interactuar sin que una anule o corrija a la otra. La reciprocidad dialéctica, entonces, no es el resultado de una concesión por parte del entorno, sino el producto de una lucha constante por desplazar los límites de lo permitido y lo posible. A través de este intercambio, la neurodisidencia no solo se afirma como una existencia legítima, sino como una fuerza transformadora que reorganiza los espacios de relación y participación colectiva.


Por otra parte, la neurodisidencia establece que el conocimiento sobre la mente, el cuerpo y la existencia no puede ser monopolizado por disciplinas que interpretan la experiencia desde fuera del sujeto, sino que debe surgir de las vivencias directas de quienes habitan la diferencia neurológica. Esta postura desafía las jerarquías epistémicas tradicionales, que han situado a la medicina, la psicología y la pedagogía como las únicas fuentes legítimas para definir, clasificar y regular las subjetividades neurodisidentes.


La epistemología de la experiencia vivida no niega la existencia de marcos teóricos o diagnósticos, pero los despoja de su carácter absoluto, señalando que ningún modelo externo puede captar con fidelidad la riqueza, complejidad y pluralidad de la experiencia interna. El conocimiento se construye, por tanto, desde dentro de la vivencia, priorizando las narrativas que emergen del autoconocimiento, la introspección y el intercambio con otras personas disidentes.


Este enfoque invierte la dirección de la producción de conocimiento, trasladando la autoridad epistémica desde los profesionales y las instituciones hacia las personas que experimentan directamente las realidades que se buscan comprender. La autopercepción y el relato personal dejan de ser considerados como meras anécdotas subjetivas y se constituyen como saberes que revelan dimensiones inaccesibles para los discursos académicos tradicionales.


La epistemología de la experiencia vivida, en el marco de la neurodisidencia, no solo es un acto de resistencia ante la medicalización de la diferencia, sino una reapropiación del Derecho a definir la propia existencia sin mediadores que fragmenten o patologizan la identidad. Al centrar la vivencia como fuente de conocimiento, se desplazan las dinámicas de poder que históricamente han invalidado las voces disidentes, construyendo espacios donde el saber se distribuye de manera horizontal y colectiva.

A nivel práctico, esta epistemología reconoce el valor de las redes de apoyo, los relatos autobiográficos, las comunidades de personas disidentes y las narrativas compartidas como vehículos de producción de saber que no necesitan ser legitimados por instituciones externas. La experiencia individual, lejos de ser considerada insuficiente, se convierte en un nodo central que alimenta y expande las formas de conocimiento colectivo, ofreciendo una cartografía de la existencia neurodisidente que no puede ser reducida a categorías diagnósticas o protocolos de intervención.


Desde esta óptica, la autocomprensión adquiere un estatus epistémico que transgrede los discursos clínicos, no para negar su existencia, sino para problematizar su pretensión de definir la realidad desde una posición unilateral. La neurodisidencia rompe con la idea de que el sujeto es un objeto de estudio pasivo y lo reposiciona como agente activo de conocimiento, donde la interpretación de la propia experiencia no solo tiene valor personal, sino implicaciones colectivas que redefinen las formas de pensar la diversidad neurológica.


En última instancia, la epistemología de la experiencia vivida proporciona las herramientas para desmantelar los sistemas que imponen categorías ajenas, permitiendo que las personas neurodisidentes elaboren sus propias narrativas y construyan significados que reflejen sus realidades sin distorsión ni mediación externa.


Neurodisidencia y discapacidad psicosocial-enactiva


La neurodisidencia, al afirmar la diferencia neurológica como una forma legítima de existencia, evidencia las dinámicas sociales que generan y mantienen la discapacidad psicosocial. Desde una perspectiva enactiva, la discapacidad psicosocial no es una condición fija del individuo neurodisidente, ni una simple consecuencia de barreras externas, sino un proceso que se manifiesta en la interacción continua entre la persona y su entorno.


Este proceso se desencadena en contextos donde la divergencia respecto a las normas neurotípicas es interpretada como disfunción o trastorno, lo que resulta en limitaciones concretas que restringen el acceso a derechos, oportunidades, la participación social, educativa y laboral. La discapacidad psicosocial no surge exclusivamente de la configuración neurobiológica ni de las barreras impuestas por el entorno de forma aislada, sino que emerge en la interacción dinámica entre el individuo y su entorno. Es en esta relación donde las diferencias se constituyen como limitaciones, en función de cómo el entorno responde –o deja de responder– a las formas de ser, percibir y actuar del sujeto. La neurodisidencia expone que la exclusión y el sufrimiento psicosocial no son consecuencias inevitables de una mente divergente, sino el resultado directo de mecanismos sociales que definen qué subjetividades deben ser corregidas o medicalizadas. La discapacidad psicosocial no existe de manera latente en el individuo, sino que se produce en situaciones específicas donde las expectativas sociales imponen demandas que las personas neurodisidentes no pueden ni deben cumplir.


La inflexibilidad de los entornos, la falta de ajustes razonable, acomodaciones significativas y la presión constante para modificar la conducta según patrones neurotípicos limitan el desarrollo personal y la autonomía, reforzando condiciones de exclusión que incrementan el malestar emocional, el aislamiento y la precariedad. La discapacidad psicosocial es el resultado directo de esta interacción, reflejando no una deficiencia del sujeto, sino la incapacidad de los sistemas sociales para sostener y acoger una encarnación neurodivergente.


La neurodisidencia, al confrontar los procesos que generan discapacidad psicosocial, no busca homogeneizar la diferencia, sino transformar los marcos que la convierten en motivo de exclusión. El objetivo no es eliminar barreras a nivel individual, sino desmantelar las condiciones estructurales que invalidan las formas disidentes de subjetividad que reducen al ser humano a delirios de normalidad.


Desde esta perspectiva, fundamentada en la experiencia vivida y la reciprocidad dialéctica, se plantea la necesidad de construir entornos donde las formas de existencia neurodisidente sean reconocidas como parte esencial del tejido social. La transformación de estos entornos no implica procesos de adaptación forzada, sino la reorganización de las condiciones relacionales, desactivando los dispositivos que perpetúan la discapacidad psicosocial. La neurodisidencia, al poner en primer plano las experiencias de sufrimiento, opresión y exclusión, reafirma que la discapacidad psicosocial puede ser eliminada en la medida en que el entorno modifique sus estructuras, desplazando la responsabilidad del cambio desde el individuo hacia la sociedad. Este proceso no conduce a la desaparición de las identidades disidentes, sino a la erradicación de los sistemas que las definen en términos de deficiencia o anomalía.


Implicaciones prácticas de la neurodisidencia y su relación con la neuroanarquía


La neurodisidencia, al afirmar las diferencias neurológicas como una forma legítima de existencia, se proyecta en la vida cotidiana como una herramienta de resistencia frente a los discursos que patologizan la diversidad mental. Denominarse neurodisidente no es simplemente un acto de autodefinición, sino una postura política que desafía las estructuras normativas que regulan y marginan las subjetividades divergentes. Esta afirmación implica no solo un rechazo al modelo capacitista, sino también la reivindicación de una identidad que no busca ser asimilada dentro de los marcos existentes.


En la vida práctica, la neurodisidencia permite desmantelar las narrativas clínicas que sitúan la diferencia neurológica dentro de categorías de disfunción o anomalía. Adoptar esta identidad implica liberarse de las etiquetas que reducen la experiencia neurodivergente a un diagnóstico, generando un espacio donde las personas podemos habitar nuestras diferencia sin necesidad de justificarlas o explicarlas en términos de carencia. Este proceso no solo transforma la percepción individual, sino que modifica las dinámicas relacionales al desafiar las expectativas sociales que exigen conformidad.


La neurodisidencia impulsa la creación de entornos donde las experiencias divergentes pueden desarrollarse plenamente, sin ser sometidas a procesos de corrección o adaptación forzada. Estos espacios, construidos desde la comunidad, permiten que las subjetividades disidentes encuentren apoyo mutuo, desdibujando las jerarquías tradicionales que sitúan al conocimiento médico y pedagógico por encima de la experiencia vivida. A través de la construcción de redes y colectivos, se consolidan prácticas que no buscan integrar a la persona disidente dentro de lo normativo, sino transformar los espacios mismos para hacerlos habitables en su pluralidad.


Esta postura también implica una resistencia activa frente a los sistemas que regulan la conducta y la subjetividad, como los sistemas educativos y sanitarios. La neurodisidencia rechaza las intervenciones dirigidas a normalizar o encauzar la diferencia, exigiendo enfoques que validen las necesidades disidentes sin imponerles la obligación de ajustarse a modelos neurotípicos. Al cuestionar estos marcos, se abre la posibilidad de crear prácticas clínicas, pedagógicas y laborales que reconozcan el valor de la diversidad mental como una fuerza transformadora, no como una anomalía que debe ser gestionada.


En este sentido, la neurodisidencia articula una lucha colectiva que interviene directamente en las estructuras que mantienen la exclusión y el sufrimiento psicosocial. La reapropiación de la identidad disidente no solo desestigmatiza la diferencia, sino que impulsa la revisión crítica de los sistemas que operan bajo lógicas capacitistas. Desde esta perspectiva, la neurodisidencia se convierte en un eje para la reorganización de los espacios sociales, educativos y laborales, orientando las demandas hacia la eliminación de las condiciones que generan discapacidad psicosocial.


La relación entre neurodisidencia y neuroanarquía se establece a partir de una crítica compartida hacia las estructuras que definen y regulan lo mental. Mientras la neuroanarquía señala a la neurología, psiquiatría, la psicología, la pedagogía y otras disciplinas como dispositivos que no solo disciplinan el pensamiento, sino que regulan el cuerpo, las emociones, la consciencia, la subjetividad y otros fenómenos mentalles, también denuncia cómo estas prácticas actúan como mecanismos de control social que configuran lo que se considera aceptable, funcional o sano. Estas disciplinas no se limitan a describir o clasificar, sino que intervienen activamente en la vida de las personas, prescribiendo formas de conducta, percepción y desarrollo que perpetúan la normalización y marginan a quienes se desvían de esos parámetros.


La psiquiatría y la psicología, a través de diagnósticos y tratamientos, producen subjetividades que encajan dentro de un marco capacitista, determinando qué cuerpos y mentes deben ser corregidos o medicalizados, sin dejar de mencionar los traumas que ocasionan. De forma similar, la pedagogía no solo moldea el aprendizaje, sino que establece qué ritmos de desarrollo y formas de conocimiento son legítimos, consolidando la exclusión de quienes piensan o aprenden de manera distinta. La neuroanarquía cuestiona estas disciplinas porque, lejos de limitarse a ofrecer apoyo o acompañamiento, operan como dispositivos que gestionan el comportamiento y la existencia, condicionando la forma en que las personas se relacionan con su cuerpo, sus emociones y su entorno. Al impugnar estas prácticas, la neuroanarquía no niega la existencia del sufrimiento psíquico o la necesidad de apoyo, sino que exige que dichas experiencias sean abordadas sin recurrir a categorías que subyugan la diferencia. Este enfoque reivindica la autodefinición y la autogestión del cuerpo y la mente, desafiando las estructuras que imponen trayectorias de corrección o adaptación. Al hacerlo, la neuroanarquía propone desmantelar las jerarquías que sitúan a los discursos clínicos y educativos por encima de la experiencia vivida, abriendo paso a formas de existencia que no requieran validación externa.


Por su parte, la neurodisidencia evidencia la manera en que estas prácticas se traducen en barreras concretas que limitan la participación de las personas neurodivergentes. Ambas posturas convergen en la necesidad de disolver los marcos que clasifican y jerarquizan las formas de subjetividad, abogando por una existencia donde las diferencias no sean gestionadas ni corregidas, sino reconocidas como expresiones legítimas del espectro humano.


La neurodisidencia, al igual que la neuroanarquía, rechaza las jerarquías epistémicas que sitúan al conocimiento médico y psicológico por encima de las narrativas construidas desde la experiencia personal neurodisidente. Desde esta óptica, la neurodisidencia se inscribe a la lucha por desmantelar las categorías que definen qué cuerpos y mentes son válidos, construyendo en su lugar comunidades que operan desde la horizontalidad y el reconocimiento mutuo.


Ambos enfoques convergen en la creación de espacios donde la identidad no se defina en función de su proximidad a lo normativo, sino en la capacidad de existir y resistir sin mediaciones externas. La neurodisidencia, al reivindicar la diferencia sin buscar corregirla, encarna el principio neuroanarquista de desobedecer las lógicas que dictan qué formas de ser son aceptables. La creación de redes de apoyo y comunidades autogestionadas, lejos de ser un objetivo utópico, se convierte en una necesidad concreta para la supervivencia y el florecimiento de las subjetividades disidentes.


Afirmarse como neurodisidente implica no solo una ruptura con las narrativas capacitistas, sino también la construcción de nuevas formas de relación donde las subjetividades divergentes no se sitúen en los márgenes, sino en el centro de las prácticas sociales y políticas. En este cruce, la neurodisidencia y la neuroanarquía no solo coexisten, sino que se nutren mutuamente, consolidando un movimiento que no se limita a reclamar reconocimiento, sino que persigue la transformación radical de las estructuras que perpetúan la exclusión.


La neurodisidencia se presenta como una vía fundamental para trascender las narrativas capacitistas que regulan y definen la existencia de las personas neurodivergentes. Al afirmar la diferencia neurobiológica como una forma válida de ser, la neurodisidencia rompe con los discursos que patologizan o minimizan las experiencias divergentes, cuestionando no solo las estructuras externas que perpetúan la exclusión, sino también los marcos internos que moldean la percepción de uno mismo a través del lente de la deficiencia o el déficit.


El capacitismo, al operar de manera explícita en las instituciones y de forma implícita en los imaginarios colectivos, imprime la idea de que ciertas formas de pensamiento, comunicación o interacción son inherentemente inferiores o disfuncionales. Esta narrativa, reforzada desde la infancia a través de sistemas educativos, diagnósticos clínicos y expectativas sociales, genera una interiorización progresiva de la idea de carencia, llevando a las personas neurodivergentes a aceptar modelos de autovaloración basados en su proximidad a lo neurotípico.


La neurodisidencia ofrece una ruptura con esta lógica al posicionar las experiencias disidentes no como algo que debe ser corregido, sino como una manifestación legítima y completa de subjetividad. Al hacerlo, no solo desmonta los dispositivos externos de control, sino que proporciona herramientas conceptuales y comunitarias para desactivar el capacitismo internalizado. El acto de reconocerse como neurodisidente implica un proceso de reapropiación identitaria que rechaza las categorías de insuficiencia, favoreciendo en su lugar una narrativa de resistencia, validación y autonomía.

A través de este movimiento, se trasciende la dicotomía entre normalidad y anormalidad, abriendo paso a un reconocimiento más profundo de las múltiples formas de ser y existir.


Trascender el capacitismo y su internalización implica reconocer que las barreras no son individuales, sino estructurales y simbólicas. La neurodisidencia, al nombrar y confrontar estos mecanismos, permite reconstruir la identidad al margen de las categorías patologizantes, habilitando una existencia que no se define por la lucha constante por encajar, sino por la afirmación de la diferencia como valor y potencia transformadora.


En última instancia, la neurodisidencia no solo ofrece un camino hacia la despatologización de la experiencia neurodivergente, sino que configura un horizonte donde las subjetividades disidentes en su interseccionalidad podamos habitar el mundo sin mediación, sin justificación y sin miedo.

 

*El contenido de este artículo es parte de mi libro "Voces neurodivergentes, habilidades sociales neuroafirmativas y autodefensa" 

 

 

 

 
 
 

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