Habitar el mundo con derecho: la instrucción basada en la comunidad desde el enactivismo y la neurodiversidad
- Larissa Guerrero
- Apr 5
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Por Larissa Guerrero Ph. D

La instrucción basada en la comunidad (IBC) surge en Estados Unidos durante la década de 1970 como parte de los programas de transición a la vida adulta para personas etiquetadas con “discapacidades del desarrollo”, especialmente en el contexto de la educación especial. Su propósito original fue ofrecer oportunidades para realizar aprendizajes fuera del aula, inicialmente con un enfoque centrado en el entrenamiento de tareas ligadas a la vida independiente. Sin embargo, este modelo fue rápidamente absorbido por una lógica conductista que condicionó la participación comunitaria a la adquisición de comportamientos considerados apropiados.
En su formulación tradicional, la IBC ha operado bajo el supuesto de que la participación comunitaria debe estar mediada por la enseñanza previa de ciertas conductas interpretadas como adecuadas, lo que establece una lógica de acceso condicional. Esta perspectiva asume que las personas deben adquirir repertorios de comportamiento previamente aceptables para poder estar en espacios compartidos, lo cual invisibiliza y deslegitima nuestras formas de habitar, relacionarnos y movernos. Desde una mirada neuroafirmativa, esta condición de acceso es éticamente inaceptable y epistémicamente equivocada: refuerza la idea de que existe una única forma correcta de estar en el mundo. El enactivismo, por su parte, rechaza que la cognición sea la interiorización de normas externas y plantea que el conocimiento se genera en la acción situada, encarnada y relacional. Por tanto, la IBC no debe operar como dispositivo de alineación comportamental, sino como oportunidad legítima de sostener nuestra presencia sin requerir corrección. No se trata de aprender a ser aceptables, sino de que el entorno reconozca nuestra forma de estar como parte legítima del mundo compartido.
Frente a estas limitaciones, me atrevo a redefinir la IBC como una forma de participación acompañada en entornos públicos donde podemos relacionarnos con el mundo sin simulación ni corrección. Transfiriendo su objetivo hacia la construcción de sentido a partir de nuestra interacción directa con los espacios, las personas y las prácticas sociales, en condiciones físicas, simbólicas y relacionales que no exijan adecuación a expectativas neuronormativas, lejos de cualquier intención conductista. Esta práctica no debe restringirse a contextos escolares ni a la infancia, sino ser reconocida como una experiencia válida para autistas de todas las edades y en todos los espacios, públicos y privados. Comprender la IBC desde una perspectiva neuroafirmativa y enactiva implica desplazarla del entrenamiento hacia la presencia, y de la evaluación hacia la cohabitación.
Desde la perspectiva del enactivismo, el conocimiento no es la representación interna de un entorno previamente definido, sino un proceso emergente que se constituye en la interacción situada entre el organismo y su mundo. La cognición se enraíza en la corporeidad (encarnación), en el hacer, en la experiencia que ocurre en tiempo real, no como imitación, sino como autogeneración de sentido. En este marco, la IBC cobra un significado radicalmente distinto: deja de ser una oportunidad para poner a prueba conductas esperadas y se convierte en una experiencia encarnada en la que los entornos comunitarios se transforman en espacios vivos donde la presencia autista no se tolera ni se corrige, sino que se reconoce como parte constitutiva de lo común. Participar en la comunidad no es prepararse para existir, sino existir con derecho, sin mediación ni simulacro.
El concepto de autonomía biológica, formulado por Maturana y Varela en el marco de la teoría de los sistemas vivos y adoptado por el enactivismo, nos permite comprender la neurodivergencia como una forma legítima de organización y de generación de sentido. A diferencia de los modelos normativos conductistas que conciben al organismo como un sistema que debe regularse en función de un estándar externo, la autonomía biológica describe a los seres vivos como sistemas cerrados en sus operaciones, pero abiertos al acoplamiento estructural con su entorno. Esto significa que cada organismo regula su propia coherencia interna de manera activa, generando sus propios criterios de viabilidad a través de su historia de interacciones. Desde esta perspectiva, los organismos neurodivergentes no están desregulados ni desorganizados, sino que sostienen sistemas coherentes con su propia manera de existir.
Aplicado a la neurodivergencia, esto implica un giro ontológico fundamental: nuestras formas de percepción, comunicación, movimiento y procesamiento sensorial no deben ser evaluadas en términos de déficit, sino entendidas como manifestaciones legítimas de una autonomía estructural propia. Las expresiones que se suelen etiquetar como conductas problemáticas—como el stimming, los patrones de lenguaje no lineales o los intereses altamente focalizados—no son signos de “disfunción”, sino modos con los que un organismo autoconstruye su mundo, regula su equilibrio y establece su relación con el entorno. En lugar de juzgar estas expresiones bajo el prisma de la desviación, la autonomía biológica nos permite comprender que cada organismo produce sus propios criterios de sentido y estabilidad en consonancia con su forma específica de ser-en-el-mundo.
Desde una perspectiva epistemológica, esto implica que la validez de la experiencia neurodivergente no puede estar subordinada a su comparación con modelos neuronormativos. Si el conocimiento[1] es enactivo, es decir, si se genera en la interacción situada y encarnada del organismo con su entorno, entonces cada estructura neurobiológica produce una forma válida y coherente de conocer (de estar en el mundo). No existe una única vía correcta de interpretación, sino múltiples modos de establecer sentido según las condiciones corporales (encarnadas) y relacionales de cada organismo. Esta diversidad no es algo que se deba corregir, sino un principio constitutivo de la vida como proceso autónomo en el amplio espectro de la variabilidad biológica.
Por tanto, la IBC sólo puede ser coherente con la autonomía biológica si abandona toda lógica de normalización y entrenamiento. Cuando busca reemplazar nuestras formas de estar por comportamientos esperados o gestos aceptables, opera como un dispositivo de supresión simbólica que niega la posibilidad de sostener nuestra coherencia interna. La interacción comunitaria no debe forzar adaptaciones ajenas a nuestra estructura, sino posibilitar que nuestras formas de estar se mantengan viables en un entorno compartido. En este sentido, la IBC no debe prepararnos para existir, sino reconocer que ya existimos con derechos, y que nuestras encarnaciones no necesitan ser autorizadas para estar presentes en lo común.
En lugar de intervenir sobre nuestros modos de organización para hacerlos más legibles al otro, la IBC debe respetar la autolegibilidad que sostiene nuestra experiencia. No se trata de hacer que nuestras formas de vida sean comprensibles desde afuera, sino de permitir que se desplieguen sin interferencias. Esta postura exige que la comunidad abandone el rol evaluador y adopte uno sostenedor, no como concesión, sino como obligación y responsabilidad ética. La legitimidad de la neurodivergencia no debe depender de su valor adaptativo, sino de su condición ontológica: somos organismos que se organizan a sí mismos con derecho a persistir en su forma de existir.
Esta visión requiere repensar de raíz el concepto de inclusión. Tal como ha sido formulado desde los marcos tradicionales, la inclusión opera bajo una lógica condicional: se nos permite ocupar un espacio previamente definido siempre que nuestra presencia no interrumpa las dinámicas establecidas, no cuestione las jerarquías normativas, ni exponga las limitaciones del entorno. Esta visión, aunque discursivamente afirme la diversidad, se sostiene en prácticas de vigilancia que operan bajo el disfraz del acompañamiento: se observa, se corrige, se modela, y se evalúa. Lo que se presenta como gesto de apertura no hace sino reafirmar el derecho de los otros a decidir si pertenecemos.
Frente a esta lógica, el concepto de cohabitación implica un desplazamiento profundo tanto a nivel ontológico como epistémico. Desde el enactivismo, lo común no es una estructura preexistente que admite excepciones, sino algo que se co-crea en la interacción situada entre cuerpos, entornos y prácticas. Cohabitar no significa ser integrados ni tolerados, sino participar activamente en la producción del espacio compartido, reconociendo que lo común no antecede a la experiencia, sino que emerge de ella. No llegamos a un mundo terminado; somos parte de su constitución constante.
Este marco se fortalece al articularlo con el concepto de autopoiesis, propuesto por Maturana y Varela, según el cual un organismo es un sistema que se produce y mantiene a sí mismo a través de sus propias operaciones. La cognición, en este enfoque, no es acumulación de información, sino la forma en que un sistema vivo genera sentido en relación con su entorno sin perder su identidad estructural. En otras palabras, conocer no es acceder a una verdad externa, sino sostener una relación coherente entre la estructura interna del organismo y el medio con el que interactúa. La neurodivergencia, entonces, no es una desviación de un patrón normativo, sino una expresión legítima de autopoiesis: formas distintas de sostener coherencia estructural en condiciones diversas.
Otro fundamento clave para repensar la instrucción basada en la comunidad proviene de la biología teórica de sistemas, una perspectiva que entiende la vida no como un conjunto de partes aisladas, sino como una totalidad organizada, dinámica y relacional. A diferencia de la biología reduccionista, que fragmenta al organismo para explicarlo por sus componentes, la biología teórica de sistemas parte de modelos integradores que explican cómo emergen y se sostienen las propiedades de los sistemas vivos en múltiples niveles —molecular, celular, orgánico, ecológico y social— a través de procesos de autoorganización y retroalimentación. Desde esta mirada, un organismo no se define por su grado de ajuste a un entorno estático, sino por su capacidad de mantener coherencia organizacional en medio del cambio, es decir, de sostener su identidad interna en condiciones dinámicas de intercambio con el entorno.
Aplicado a la neurodivergencia, este marco permite comprender que nuestras estructuras neurobiológicas no deben evaluarse por su grado de adecuación a normas externas, sino por su capacidad de sostenerse como estructuras vivas viables, organizadas y autorreferenciales. Nuestras formas de interacción, procesamiento y regulación no son errores ni fallas que deben corregirse, sino modos válidos de existencia que se organizan a partir de principios propios. La neurodivergencia, en este sentido, no es una excepción biológica, sino una manifestación legítima de la diversidad organizativa de lo vivo. Por tanto, cualquier intento de normalización desde la IBC en su formulación conductista atenta contra la integridad de los procesos de autoorganización que hacen posible nuestra coherencia interna.
Además, esta perspectiva exige repensar los espacios comunitarios no como entornos estandarizados que deben ser alcanzados, sino como sistemas abiertos en constante reorganización, donde la presencia de formas diversas de vida requiere una coadaptación mutua y no una integración unilateral. La comunidad, entendida desde la biología teórica de sistemas, no puede sostenerse como estructura homogénea sin perder viabilidad. Es precisamente la variabilidad estructural —no la uniformidad— lo que permite mantener su dinamismo y complejidad.
Esto se alinea con la Hipótesis de la complejidad social para la complejidad de la comunicación (Social Complexity Hypothesis for Communication Complexity: SCHCC), que plantea que cuanto más complejo es un sistema social, más diversas deben ser las formas de comunicación que lo atraviesan. Las expresiones neurodivergentes no son disfuncionales, sino ajustes complejos a sistemas sociales altamente dinámicos, que requieren múltiples modos de relación para sostener su organización.
Desde esta perspectiva, la IBC no puede instruir desde la expectativa de homogeneidad ni desde el condicionamiento de conductas. Instruir, en este marco, significa crear condiciones de interacción donde las estructuras vivas puedan sostener su identidad, sin ser forzadas a operar bajo marcos normativos externos. Esto implica reconocer que el conocimiento no es una operación interna de procesamiento, sino un proceso encarnado que emerge en la interacción situada. La comunidad no es un lugar al que se accede si se pasa una prueba de compatibilidad, sino un sistema en transformación continua que se establece a partir de nuestra presencia. Por eso, cohabitar es una exigencia biológica y no sólo política: no es un derecho a ser incluidos, sino una condición para que la vida, en su diversidad, se mantenga viable.
Por tanto, la IBC no puede instruir desde normas previas de integración o desde expectativas de desempeño conductual. Debe estructurarse desde el reconocimiento de la autopoiesis, la legitimidad de la organización neurodivergente y la necesidad de formas diversas de interacción en contextos sociales complejos. Instruir desde la cohabitación no es preparar al otro para estar entre nosotros, sino preparar el espacio común para que todas las formas de estar sean posibles sin jerarquías de inteligibilidad. Esto implica que el entorno comunitario no sea un espacio al que se accede por mérito, sino una ecología viva que se transforma con nuestra presencia.
La IBC, entendida desde esta perspectiva, no puede estar orientada a lograr aceptabilidad social. No es una técnica para lograr que seamos soportables, ni una herramienta para reducir conductas consideradas inadecuadas. Cuando se usa con ese fin, incluso si se recubre de lenguaje neuroafirmativo, incurre en una forma de neuroperformatividad: la apropiación superficial del discurso de la neurodiversidad para mantener prácticas de control. Esta forma de IBC es incoherente con el respeto a nuestras formas de estar, pues perpetúa la idea de que nuestra presencia debe ser justificada. Una IBC congruente, en cambio, se compromete con la desactivación de las jerarquías normativas que estructuran el espacio público y se orienta a garantizar condiciones de permanencia digna, sin corrección, sin entrenamiento y sin vigilancia.
En consecuencia, no se trata de expandir el aula hacia la comunidad, sino de abandonar la lógica del aula como medida universal. La IBC desde el enactivismo no es un medio para preparar a las personas autistas para una vida aceptable, sino una práctica concreta para afirmar que nuestra vida ya es legítima, con nuestros ritmos, nuestras respuestas, nuestros modos de moverse, habitar y significar. El derecho a existir no se gana con esfuerzo: se reconoce. Por eso, la IBC solo tiene sentido cuando deja de evaluar y comienza a sostener. Sostener no implica asistir, sino crear estructuras donde no se nos retire el espacio, ni se condicione el estar. Esa es la diferencia entre intervenir sobre un cuerpo y sostener una vida.
En síntesis, la IBC desde el enactivismo y la neurodiversidad no busca integración ni adaptación. Busca presencia con derecho, acción sin corrección y comunidad sin jerarquía. Es una apuesta por la cohabitación como forma existencial y política de construir lo común. No se trata de incluirnos en el mundo. Se trata de que el mundo reconozca que ya estamos en él.
[1] En el contexto del enactivismo, el conocimiento no se entiende como una representación interna del mundo, sino como un proceso activo y situado que surge en la interacción dinámica entre el organismo y su entorno. Conocer no es reflejar el mundo, sino constituirlo en la acción, a través del cuerpo, la percepción y el movimiento. Por ello, el conocimiento no es acumulación de información, sino una forma de estar en relación, de generar sentido desde la experiencia encarnada. Va más allá de “conocer” como acto cognitivo, porque implica habitar, sostener y transformar el mundo a través del encuentro entre la vida y su medio.
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